Rafael Navarro, el árbol de la libertad

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Antonio Ansón

Conocí a Rafael Navarro en otra ciudad. Nos presentaron. Y resultó que éramos vecinos. Vivíamos a unos cientos de metros sin habernos encontrado jamás. A veces la vida se empeña en llevarnos por otros caminos que los elegidos o los deseados. Para bien. Y para mal. Lo cierto es que casi siempre ocurre así. Por mucho empeño que pongamos para que todo ocurra de modo distinto. Tal vez el arte sea eso, precisamente, una oportunidad para que las cosas sean tal y como alguna vez pudimos soñarlas. Para vivir la vida de otro. Ni mejor ni peor. Distinta. Otra. La vida.

Toda la trayectoria artística de Rafael Navarro podría, de alguna manera, ser descrita así. Como un sueño. Una segunda oportunidad. Ese lugar para vivir la belleza que en ocasiones la vida nos niega. Una felicidad a medida. A medias, si se quiere, pero nuestra. Un refugio compartido. La realidad desnuda. Limpia. Desprovista de sudor y de maletas. De cansancio. De rozaduras en los pies. De disputas. De olor a calamares fritos. De soledad. Un limbo visual en el que por fin descansar. Fijar la mirada y descansar.

Acordamos volver a vernos. Ahora en casa. En nuestra ciudad. Desde entonces hemos hecho algunos libros juntos. También viajes. Colaborado en aventuras editoriales. He escrito sobre sus fotografías. Rafael Navarro es un gran profesional. Da gusto emprender cualquier proyecto con él. Conoce cuál es su sitio. Sabe trabajar en equipo. El diálogo es fluido y la compenetración busca eficacia. Rafael posee la grandeza de los que han aprendido que no se llega nunca, de que todo, y en todo momento, está por demostrar, que nunca se tiene la partida ganada, de que un nombre no sirve de salvoconducto ni de excusa para mirar por encima del hombro. Por eso está por encima de tantos. Cuando se sale a torear, sea la plaza grande o pequeña, se abre el futuro y el silencio, pues lo que sea está por decir. El público merece siempre un respeto. Por eso se le llama respetable. Y cuanta mayor expectación despierta el cartel más responsabilidad y más trabajo.

Cruzo un par de avenidas y camino hacia el sur, donde la ciudad se empina, encaramada sobre una colina. Hace años la linde urbana terminaba por aquí para dejar paso a campos de maíz y manzanos y huertas. En esta tierra de nadie se iban alzando casas como islas y fábricas en lo que entonces eran los arrabales. Poco a poco, fueron creciendo mamotretos de ladrillo gris sobre los regadíos asfixiando las casas de principios de siglo pasado hasta devorarlas como una selva. Frente a la de Rafael Navarro todavía resiste una casita diminuta con escalera y porche, empotrada entre dos flamantes mazacotes, abrumada, esperando su final. La casa de Rafael Navarro también ha sido demolida. En su lugar ha crecido un bloque aséptico de apartamentos. La ciudad que conocí de niño ha ido desapareciendo poco a poco hasta convertirse en una sucesión mostrenca de mamotretos de ladrillo. Todo muy nuevo. Y brillante. Igualito que la nueva casa del rico del pueblo.

Recuerdo que para entrar había que recorrer un largo corredor que desembocaba en un patio amplio con un árbol antiguo en medio. A un lado de este patio, la casa, que parecía una casa de campo, en donde Rafael Navarro creció y ha vivido hasta hace bien poco. Al llamar salía a recibirte un mastín enorme, que luego iba y venía, aparecía y desaparecía del estudio durante mi visita. Leo se me quedaba mirando con ojos tristes de niño grande suplicando una galleta. Por dentro, la parte baja estaba cubierta de azulejos. Entonces había que subir escaleras, atravesar pasadizos, bajar de nuevo escaleras, cruzar el laboratorio hasta desembocar en el estudio, un espacio grande y diáfano, con grandes mesas, libros de fotografía, y gran número de pequeños objetos, cada uno con su historia y su viaje. Muy pocas fotos en las paredes.

Al pasar por esa calle era muy difícil imaginar aquel patio secreto y aquella casa de campo en mitad de la ciudad, que me recordaba los jardines secretos que esconden los muros de la parte antigua de Aviñón, ciudad que fue mi cómplice unos años importantes. Tras la fachada principal del Palacio de los Papas, imponente, se extiende la ciudad vieja, una tela de araña compuesta de callejones y callejuelas, sinuosas y húmedas, recovecos, plazas sorprendentes, portalones e iglesias vacías. Por ese barrio apenas se adentran los turistas. Adosada a la parte posterior de la fortificación y al umbral de la ciudad medieval, está la cárcel. Desde lo alto del promontorio que domina la ciudad junto al Palacio de los Papas se ven las ventanas enrejadas de la cárcel. Sentado en la balaustrada de los jardines he escuchado conversaciones a grito pelado entre presos y familiares. Philippe Sollers ha escrito un relato sobre esas conversaciones furtivas, tan privadas y tan públicas a un tiempo. La cárcel ya no tiene presos ni palabras de esperanza y pasión aulladas desde sus murallas papales. El laberinto de calles sigue ahí.

Como digo, hasta esa urdimbre de pasadizos irregulares no llegan los turistas. En la trastienda medieval de Aviñón no hay boutiques de souvenirs, ni escaparates con pullovers, ni bares con borrachos. En la trastienda medieval de Aviñón no hay nada de nada. Silencio, humedad, portalones, ventanas con luces eternamente encendidas y muros altos que esconden jardines secretos, que se adivinan por las copas de los árboles que asoman por encima de las tapias. He dedicado muchas tardes a pasear por esas calles. Con placer. Todavía lo hago siempre que puedo. Sólo y con amigos. Oyéndome los pasos o conversando. Cuando acudí por primera vez a casa de Rafael Navarro me pareció entrar en uno de esos jardines vedados al paseante de los años provenzales.

La obra del fotógrafo disimula también una poterna que comunica lo público y lo privado a través de un muro por el que despuntan las copas de los árboles. Celoso de su intimidad, las imágenes levantan un escenario ideal de representaciones exento de referencias a lo real y cotidiano. Los cuerpos que fotografía Rafael Navarro no tienen rostro porque carecen de identidad. Lo que interesa al autor es la puesta en escena de formas y texturas que en el recorrido de su obra alcanzan incluso la abstracción. Son escasos los autorretratos que surcan su biografía fotográfica, apenas unos pocos, disimulados en el reflejo de un espejo, tras una fotografía, mediante un fragmento.

Domingo por la mañana. Acompaño a Rafael Navarro a la Aljafería, palacio y residencia del protobaturro Abû Djafar al-Muqtadir, cuartelazo franquista, y hoy sede de las Cortes. Le han encargado, junto a otros cuatro o cinco fotógrafos españoles, unas fotos homenaje al castillo. Recorremos varias salas. Hace fotos. Muy profesional. Fotografía lo que le interesa. Rugosidades. Luces. Formas. Maite está atenta para pasarle aquello que necesita. Rollos y objetivos para la Hasell. Tira cuatro rollos y nos vamos a comer. Extraño oficio el de fotógrafo.

Por la tarde estarán revelados y habrá contactos, para tener una idea de los resultados. La Aljafería. Está todo muy limpio y cuidado. Tenemos un guardia de seguridad que nos sigue allí donde vamos. No tanto por control, sino como guía. Al final nos deja solos. Qué limpio está todo. Caminamos por encima de los escombros en los que jugaba de niño. Rafael fotografía las esquinas en las que todos meábamos, los graffiti que siguen dando fe de mi amor por Conchita, con su corazón atravesado y la flecha apuntando a su nombre: Conchita. La voluntad museística ha salvaguardado los gestos de la barbarie. Luis y Rosa, 15-6-67. Porque amarse era bárbaro, oye. Rafael encuadra el arco de entrada a la iglesia de San Martín, junto al muro donde los abuelos se apostaban a tomar el sol del invierno. La puerta de madera de la Aljafería yacía abatida sobre el suelo como el portón de un corral en ruinas y pasábamos por encima. Subíamos por las escaleras renacentistas hasta el Salón del Trono.

Pero lo que más me gustaba era acceder por pasadizos prohibidos hasta la Torre del Trovador, o bajar al pozo medio a oscuras a riesgo de resbalar y rompernos el alma. Había montones de escombros y de basura. Un día hicimos una colección de moscas. Las metíamos en botes de cristal clasificadas por colores. Las más bonitas eran de un verde irisado. Esas son las moscas de la mierda. También atrapamos otros insectos. Terminamos el día haciendo puntería contra botes de cristal. Más abajo estaban las vías del tren. Nos divertía poner una moneda y esperar el paso de alguna locomotora y buscar los restos aplastados del metal. Las vías estaban envueltas en un halo de misterio y de muerte por las historias de suicidios de viejos y locos que se tiraban al tren.

Al otro lado de las vías estaba al barrio de la Química, por las industrias que albergaba. Hoy le han cambiado el nombre, y ya no tiene industrias y van a soterrar las vías. La Química era un barrio que tenía fama de belicoso. Aventurarse hacia la fábrica de pilas Tudor entrañaba serios riesgos. En una ocasión tuvimos que volver huyendo por el Castillo Palomar. Los territorios se defendían a pedradas y con palos. No teníamos derecho a pasearnos impunemente por la Química. Rafael nunca se meó contra las tapias de la Aljafería ni arañó corazones en sus revocos mudéjares.

Para entonces se ganaba ya la vida. Tenía responsabilidades. Comenzaba su carrera de fotógrafo. Los viajes a Barcelona. El grupo Alabern con el Foncu, Manel Esclusa y Pere Formiguera. Las primeras escapadas a Arles con un portfolio bajo el brazo. El convencimiento de que pasara lo que pasara, dijera lo que dijera el tipo aquél que tenía delante, Rafael Navarro no iba a ser ni mejor ni peor, sino el mismo. Y con esa fidelidad. Con esa misma coherencia y honestidad ha edificado pacientemente su obra fotográfica. Fiel a la belleza. A la exquisitez de las luces y de las formas. Al cuerpo de la mujer. A esos cuerpos de mujer como quimeras. Un prototipo platónico en su sentido más filosófico y estético.

Con aquellos desnudos de mujer fotografiados por Rafael Navarro empezaba a quedar atrás la España de curánganos y domingos de resurrección, de besos furtivos, de cuerpos vedados, castigados, penitenciados con tres avemarías y un padrenuestro. La España gris, no la negra de Gutiérrez Solana, no, la gris, que se digiere peor. Hasta los policías, sacerdotes del orden institucional, tenían el sobrenombre de Grises. Para respirar un poco de aire fresco había que viajar al menos hasta Barcelona, y por un poco más la vida empezaba a parecerse a la vida. Lo que son las cosas, la Historia y el Tiempo parecen haber cambiado las tornas, las eucaristías y las bendiciones, y para respirar un poco de aire que no huela a pueblón rancio y mandamás de aldea, global y obtusa, convenga seguir viaje, hasta donde las ganas y el cansancio nos pongan a salvo de tanto dueño y salvapatrias.

Rafael cuenta la anécdota de que en uno de aquellos viajes fue interrogado en la frontera por un riguroso policía a propósito del muestrario de bañeras que traía por motivos de trabajo y en donde aparecían fotografiadas, entre grifos, sifones y abrazaderas, mujeres aseándose tras las cortinas de la ducha. El catálogo de apliques para el baño y bidés fue confiscado. De nada sirvieron las explicaciones. Afortunadamente para Rafael Navarro, y para nosotros hoy, sus primeros portfolios de cuerpos desnudos de mujer cruzaron siempre la aduana a salvo del ojo del orden y del decoro empeñado siempre en hacer de todos nosotros unos hombres sanos y puros.

Efectivamente, la realidad no es lo que parece, dice Platón en La República, el más influyente de cuantos ensayos se hayan escrito sobre teoría de la imagen. Se trata sólo de una representación. La verdad está más allá de la concreción material que alcanzamos a ver. Nuestros sentidos mienten porque la verdadera existencia corresponde al universo de las ideas, que se encuentra ahí afuera, y para verlo hay que salir de la caverna hacia la luz. Que nos deslumbra. Así entiende el artista la fotografía, como verdad ideal y como luz. Si alguien alcanzara a salir de esta oscuridad en la que vivimos y nos contara lo que ha visto fuera no le creeríamos, añade. Rafael Navarro ha querido abandonar las tinieblas para ver y nos lo cuenta. Y yo le creo.

Percibo la trayectoria fotográfica de Rafael Navarro en torno al eje principal del cuerpo de la mujer, interrumpido por caminos que emprende y que abandona, por los que se encamina y vuelve para seguir nuevamente reflexionando, fotografiando el origen mismo de su fuente fotográfica, el cuerpo femenino, todo ello combinando dos fórmulas expresivas: la serie y el gran formato.

Ese recorrido aparece jalonado también por dos tipos de afluentes: el homenaje a otros artistas admirados, por un lado, y la búsqueda de la abstracción por otro. Entre los homenajes se encuentra el conjunto de fotografías Pátzcuaro-17, de 1983, cuaderno de bitácora y guiño estético a Manuel Álvarez Bravo, al que conoce en México y con el que mantendrá una relación de amistad, Homenaje a siglo y medio, serie de 1989 realizada en el Château d'Eau de Toulouse, el autor rinde pleitesía a los pioneros de la práctica fotográfica mediante un juego de transparencias y reflejos entre sus propias imágenes expuestas en la sala museo y los aparatos e imágenes de los primitivos del arte de la luz. Por último, En el taller de Miró, serie compuesta en 1996 donde homenajea al pintor mallorquín retratando su estudio tal y como él lo dejó, interpretando mediante la captación de detalles el espíritu y la letra del artista, reconocible en las imágenes de Rafael Navarro. Y digo bien retratar porque a través de los objetos y utensilios de trabajo de Miró lleva a cabo un semblante sutil y penetrante de la atmósfera y la presencia del creador a través de sus huellas.

En la corriente de la abstracción hay que incluir El Androbosque (1986), primera de un conjunto de imágenes de gran formato que responden a una composición formada por diversas fotografías con el objetivo de estructurar una única imagen. Con frecuencia estos trabajos, de formato superior a los habitualmente utilizados por el artista (al menos hasta sus obras más recientes), juegan con el recurso conceptual de la repetición, en unos casos, o la abstracción en otros, y en ocasiones ambos combinados entre sí.

El Androbosque, como señalaba más arriba, es la primera incursión en este terreno, un incipiente camino que se suma a la columna vertebral del cuerpo a la que, como digo, volverá una y otra vez sin abandonarla jamás. En una ocasión aproveché el título de una se sus series para titular un escrito y definir la obra de Rafael Navarro como un Ciclo oferente. Pienso que su trabajo, salvo estas breves suspensiones, es eso, un ciclo en donde una y otra vez el artista se pone al servicio, se ofrece y nos ofrece la contemplación del cuerpo femenino.

A esta primera composición múltiple seguirá La sombra inextinguible (1986), donde todavía se adivinan formas, o mejor habría que decir sombras, pues se trata de fotografías de sombras, que apuntan a lo que más adelante se convertirá en pura abstracción, como los dos trabajos titulados El silencio (1987), Ritmos (1992), probablemente de los más geométricos, o Trasfondo vital (1993), una incursión en las texturas de la luz, próximo al que conforma las dos fotografías de la carpeta del mismo título Texturas (2001). También Los cuatro cielos (1995) son una propuesta que se adentra por el camino de la abstracción, y en los trípticos del Sol y de la Luna, tres años más tarde, vuelve a sublimar la realidad de la piedra mediante una simetría que desemboca en una propuesta que podría considerarse igualmente abstracta.

Una parte significativa de su obra gira en torno a diferentes aproximaciones e interpretaciones de lo femenino, tanto si se trata de trabajos importantes dedicados al estudio del cuerpo de la mujer, como Las formas del cuerpo (1996), o imágenes de gran formato que aluden o esconden citas, alusiones a la maternidad, como El guiño de la vida (1987), que encierra a su vez otro personal homenaje al pintor y escultor argentino Lucio Fontana, o fragmentos de vientres como los Dúos o Los siete signos. Y hasta cuando nada parece indicar que se trata del cuerpo de una mujer, su presencia subyace latente como marca de esa identidad física que estuvo y se ausenta, tal y como muestra la serieHuellas (1984) en donde además aparece uno de sus furtivos autorretratos.

Buena parte de las obras de gran formato, a excepción de las abstracciones geométricas ya aludidas, recurren y utilizan elementos femeninos solos o asociados a otros materiales (la madera, la piedra, el cristal), mediante una presentación única o sirviéndose del recurso de la serialidad. Ella (1987) se estructura como un montaje casi cinematográfico en donde el cuerpo de la mujer se confunde con la tela y la madera en un juego visual y sutil de apariciones y desapariciones, próximo, aunque menos complejo y sugerente, al que propone en la obra ya aludida El ciclo oferente de 1993. En El callejón sin salida (1989) el autor trabaja en torno a un diálogo con dos fragmentos, uno objetual y el otro femenino una vez más, el brazo de una mujer. En El despertar (1989), La obscura transparencia (1990) y Tientos (1995), Rafael Navarro vuelve a experimentar sobre la fusión de elementos heterogéneos, muerte y vida, inerme y animado, entre la piedra para el primer caso y el cristal para el segundo, o la seda en lo que al último respecta, con el cuerpo de una mujer.

Desde su primer trabajo en 1975, Formas, las preocupaciones de Rafael Navarro han seguido caminos diversos, ensayos, tentativas, incursiones, pero siempre ha estado presente el cuerpo de la mujer balizando el camino. Tras Involución (1976) con un apunte cinematográfico en el hecho de positivar el negativo completo con las perforaciones de la película, y Agur (1977), narración fotográfica de una despedida, esa trayectoria de series cede su paso a las grandes imágenes, siempre con la huella de la feminidad, hasta recuperar de nuevo y de forma torrencial la pleitesía al cuerpo de la mujer en una de sus series más ambiciosas Las formas del cuerpo (1996). El aroma de la entrega (1998) y Ritornello (1998) reinterpretan propuestas presentes en obras anteriores basadas en la composición de múltiples imágenes en una única unidad de grandes dimensiones, hasta alcanzar, como cerrando el ciclo del ofrecimiento, su última serie Ellas, que se inicia en 2000, dedicada de nuevo al cuerpo femenino, con la novedad, esta vez, de tratarse de grandes formatos que ocupan fotografías individuales.

Con posterioridad, y a modo de un paréntesis a Ellas, realizará siguiendo esta misma línea, la serie La danza de la vida y de la muerte en 2003, donde el cuerpo de la mujer vuelve a ser protagonista incorporando la dimensión de movimiento, otro de los elementos relevantes a lo largo de toda la obra de Rafael Navarro. Podemos rastrear el movimiento tanto en los conjuntos seriales, donde una misma imagen evoluciona a lo largo de diversos estadios, como es el caso de Ella, El árbol de la libertad, El aroma de la entrega o Ritornello, acentuándose la secuencialidad cinematográfica, o bien utilizando el recurso más fotográfico de dejar que la modelo impresione el negativo a baja velocidad de modo que la imagen resultante ofrezca formas imprecisas, barridos que narran los gestos y la fugacidad del tiempo agitándose ante la cámara, haciendo una interpretación personal de las experiencias de la primera vanguardia y los retratos futuristas de los hermanos Bragaglia. Remontándonos hacia el pasado, encontramos importantes espacios dedicados a este mismo interés en el autor, como en sus series Evasiones, su segundo trabajo allá por el año 1975, El desafío (1990) y su Poema fantasmagórico (1999), en donde se combinan secuencialidad e inestabilidad visual, o una parte significativa de Las formas del cuerpo hasta llegar a La danza de la vida y de la muertecerrando, una vez más, el círculo.

He dejado para el final, de forma deliberada, la serie de Rafael Navarro Dípticos, probablemente la parte de su obra más conocida. Los Dípticos, realizados a lo largo de ocho años, entre 1978 y 1985, son una suerte de compendio o resumen en donde confluyen el conjunto de tendencias, preocupaciones y recursos del artista.

El procedimiento mismo del Díptico, que consiste en la reunión de dos elementos heterogéneos superpuestos el uno al otro, en ocasiones con elementos o motivos comunes, otras sin razón aparente que justifique su encuentro, responde una de las fórmulas expresivas más importantes que ha aportado el arte moderno al lenguaje visual, hoy extendido a numerosos aspectos de nuestra cultura. Se trata de reunir dos imágenes diversas en un único espacio con el objeto de hacer saltar de ese encuentro la chispa que Pierre Reverdy definía como poesía.

Si el poeta francés fue el primero en acuñar por escrito en 1918 en su revista Nord-Sud esta definición de Imagen, en el más amplio sentido de la palabra, el derecho a la originalidad corresponde a Lautréamont, junto a los escritores y artistas mal llamados decadentes de finales del siglo XIX, en los que se inspiraron directamente las vanguardias, y entre los que se pueden señalar Aloysius Bertrand, Remy de Gourmont, Schwob, Jules Renard, Huysmans o algunos pintores denominados simbolistas como Odilon Redon, Gustave Moreau y Pierre Puvis de Chavannes.

El autor de los Cantos de Maldoror definía la belleza en 1869 como «el encuentro fortuito sobre una mesa de autopsias entre un paraguas y una máquina de escribir», definición que inspiró la conocida composición de Man Ray que lleva el mismo título. Esta misma idea, junto con la definición propuesta por Reverdy, fue tomada casi al pie de la letra en el primer manifiesto surrealista de 1924 firmado por Breton, y reproducido poco más tarde por Max Ernst para describir sus propios collages. Procedimiento, por otra parte, sustancialmente cinematográfico, lenguaje fundamentado y edificado sobre el montaje de imágenes superpuestas que el propio Eisenstein hizo suyo para explicar lo que el cineasta entendía como «montaje de choque».

En los Dípticos más geométricos las dos imágenes presentan un vínculo visual fuerte que las funde en una única unidad expresiva. Mucho menos evidente, y por lo tanto más enigmático, es el Díptico 60, en donde el busto desnudo de una mujer que toma con su mano derecha el pecho izquierdo está coronado, como substituyendo la cabeza, por un reguero que serpentea perdiéndose en la línea de fuga de la mitad superior. O el inquietante 22, que combina un lienzo casi negro con una tela que cuelga fantasmagórica del vacío con tintes que pueden relacionarse sin demasiado esfuerzo con la estética de Magritte. O el claramente surrealista Díptico 41, en el que dos manos irrumpen amputadas a través de un muro de piedra que sirven de pedestal a un árbol seco y tenebroso.

También en los Dípticos ocupa un espacio significativo la mujer, de múltiples formas, a través de desnudos, de miradas, de gestos, de presencias y de ausencias, pero tienen igualmente un sitio importante la geometría, como digo, y también el movimiento, la abstracción, la serialidad y la preocupación por el tiempo, así como citas de marcado espíritu cinematográfico, como el homenaje que realiza a Hitchcock en el número 38, un terrorífico y angustioso viaje a las raíces de la casa sobre la colina. El la serie Dípticos aparece otro de los escasísimos autorretratos del autor, esta vez camuflado tras la visión difuminada del cristal.

La novedad, con respecto a los Dípticos, es que tratándose de un trabajo cerrado, ha encontrado recientemente su reescritura en formatos de gran tamaño, sintonizando con las tendencias más recientes de la fotografía que apuesta por dimensiones en algunos casos descomunales y en donde lamentablemente el tamaño de la fotografía no siempre se corresponde con el interés de la imagen. Estos nuevos Dípticos asumen desde su nueva dimensión un matiz plástico añadido por las imponentes dimensiones de esta interpretación postmoderna.

Quisiera detenerme, antes de terminar, en un detalle que pudiera pasar inadvertido pero cobra, sin duda, un interés e importancia relevantes cuando se le presta la atención que merece. Al echar un rápido vistazo a la obra de Rafael Navarro enseguida nos llaman la atención dos aspectos de su trabajo: los conocidos Dípticos, y el omnipresente cuerpo de la mujer iluminado, acariciado, sublimado mediante la fotografía desde múltiples perspectivas. Entretejido con el conjunto de su obra está presente, como un motivo permanente, y me parece que clave también, la figura del árbol con toda su carga simbólica.

Si observamos con calma, de los sesenta y nueve dípticos que componen la serie, en treinta y cinco de ellos está presente el árbol, bien de forma exclusiva, mediante fragmentos, en forma de elementos vegetales vinculados al árbol, matorrales, corteza, una hoja seca, la madera. Podemos constatar la presencia de otros elementos básicos como el agua, que ocupa un espacio nada desdeñable, la tierra o el aire, junto a la puerta, cargada igualmente de simbología, aunque nada comparable con la insistencia y la relevancia del elemento árbol en sus múltiples apariciones.

Símbolo habitual de la vida, de la transformación y del tiempo, del vínculo entre la vida y la muerte a través de las estaciones, una gran parte de los árboles que aparecen en la obra de Rafael Navarro son naturalezas muertas, sin hojas, desnudas, que me recuerdan enormemente los dibujados a tinta por Ribemont-Dessaignes en los alrededores de Vence cuando casi nada importaba ya y habían quedado atrás los exabruptos vanguardistas. Sólo el número 14 reproduce la imagen de un mismo árbol desnudo y poblado de hojas mostrando así el ciclo de la vida. También los dos árboles del Díptico 1, fotografiados en dos momentos lumínicos distintos, tienen su follaje, así como algunos más, en su mayoría vueltos fragmentos. Pero la imagen de árbol que domina, salvo excepciones que señalaré, es la de un árbol desnudo, ya muerto o esperando el tiempo del renacimiento. Las raíces del Díptico 38 se hunden en la oscuridad, en la noche de la tierra, hacia la tiniebla latente bajo la casa como una amenaza. Y a la vez es muerto vivo, como dice Bachelard, inmortal raíz que sueña la luz del árbol y la esperanza desde dentro de la tierra de los muertos.

La ya aludida composición Ella de 1987, una de mis imágenes preferidas, muestra la metamorfosis desde la silueta femenina que presumimos bajo el lienzo y se vuelve primero árbol y luego cuerpo de mujer, visualizando de este modo el paso de lo inanimado al pálpito vital, de la muerte a la fertilidad. El Androbosque, que como su propio título indica hace referencia a una representación antropomórfica del bosque, con un dejo a Shakespeare, y que por sí mismo apunta uno de los caminos más interesantes emprendidos por Rafael Navarro, es una composición formada por fragmentos de ramas secas. Las formas del cuerpo contienen varias fotografías en donde la sombra de ramas y hojas se posan sobre el cuerpo de una mujer.

Cuando los árboles están frondosos, como sucede con El árbol de la libertad, es para celebrar la esperanza, la vida y la fertilidad. El personaje femenino camina de espaldas y con ropas hacia la espesura del árbol para volver desnuda y de frente, en una especie de viaje iniciático. Se trata de un árbol enorme, espeso, repleto de vitalidad que cobija y protege. Atrás quedaron los troncos mutilados, las cortezas como cicatrices profundas, los árboles agostados. Pero lo sorprendente es que El árbol de la libertad no es un árbol. Platón estaba en lo cierto. Rafael Navarro se ha asomado a la luz y ha visto. Y nos lo ha contado. Se trata de un torreón medieval devorado por la vegetación, sillares cubiertos por maleza y ramas hasta convertir la piedra, inerme y muerta, en el exuberante árbol de la vida.