La realidad y sus laberintos
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“Para mí la fotografía es un medio que me permite hablar allá donde no encuentro las palabras. Un medio con el que busco en mi subconsciente, y afloran contenidos, sentimientos escondidos. Un medio que me permite crear objetos que contengan valores sutiles, inteligibles para otros. Un medio que me deja respirar mi libertad”, escribió hace algunos años Rafael Navarro (Zaragoza, 1940) para definir su inmersión en la fotografía, esa caligrafía de luz, transformada en sugerencia, belleza y composición, que es el continuo autorretrato de alguien que rara vez los ha hecho. Ni siente la necesidad de hacerlos. Algo después diría: “Lo incomodo es volver a tener que aprender nuevas técnicas cuando ya peinas muchas canas; lo mejor es descubrir nuevas posibilidades de canalizar tus deseos de expresión”.
Por otra parte, también dice que el retrato de Ígor Stravinski que hizo Arnold Newman en 1946 es una de las fotos que más admira. “La considero uno de los mejores retratos que se han tomado en toda la historia de la fotografía. Es perfecta la composición, la expresión del compositor, la postura, el ambiente creado. Todo ello hacen sentir la mano de un gran maestro”, señala, a propósito de una obra que encarna la potencia visual desde la sencillez, y la escasez y la precisión de los elementos. Una obra que acaso pueda desmenuzarse o descomponerse como un puzle de la creación siguiendo los parámetros de la arquitectura.
Rafael expresa así su vivencia íntima de la fotografía, que también suele definir como un arte de sugerir, y su manera de mirar y de sentir la creación de los otros, sobre todo cuando Newman, que tendía al barroquismo y al ruido ambiental, logró la máxima depuración o estilización, y materializó ese adagio feliz ya tan extendido: obtener lo máximo con lo mínimo. Casi como un haiku.
Rafael Navarro, tras muchos años trabajando la fotografía en blanco y negro y con cámara analógica (es uno de los grandes renovadores de la fotografía española de los años 80), dio un doble paso: abrazó la cámara digital, probó primero con una Leica, pero no le satisfizo del todo y ahora opera con una Canon y una Sony; y luego asimiló el color, que no es una tarea sencilla. El galerista Julio Álvarez, de Spectrum Sotos, sostiene que “hacer buenas fotos en color no es nada fácil para nadie, ni siquiera para los grandes maestros”. Antes de presentar una exposición tan redonda y poética como A destiempo (2010), hizo numerosas pruebas, como quien desarrolla un invisible trabajo de fondo, hasta situarse en ese estadio donde el artista pone el instrumento y la técnica a su servicio, y los vence. Puede trabajar en absoluta libertad con soltura, haciendo lo que le viene en gana sin complejo alguno y sin conciencia de esclavitud. La tiranía del color puede ser inexorable. En ese proyecto –donde se corroboraba un viejo dicho oriental que tiene algo de maldición: “Siempre seremos nosotros mismos”, como escribía Rosa Olivares- renacía el artista para manejarse y evolucionar como más le gusta: como un paseante tranquilo, como un observador de la realidad que se aleja de la documentación y de la narratividad. Como alguien que sale a merodear con un afán: hallarse, citarse consigo mismo, con los latidos de su intimidad y de su identidad. A Rafael Navarro le gusta utilizar el término creativo o artístico frente al concepto de reportaje o de documento: su oficio, en el fondo, es la manifestación pertinaz de un deseo, y tal vez del deseo. Camina para vivir, para fotografiar, para darse caza. Camina porque sí al aire de su elección. La pintora y escritora rusa Marie Mashkirtseff, como recuerda Anna María Iglesia en La revolución de las flâneuses(WundermaKammer. Barcelona, 2019), escribió: “Lo que anhelo es la libertad de ir por ahí sola, entrar y salir, sentarme en las Tullerías, y especialmente el placer de pararme y mirar las tiendas de arte, entrar en las iglesias y museos, caminar por las calles de noche; eso es lo que busco y esa es la libertad sin la que no se puede llegar a ser un verdadero artista”. Alec Soth dijo que él había apostado por la fotografía porque “es una excusa para deambular por ahí solo”. No es necesario insistir en ello, pero fotografiar también es una aventura: del conocimiento, del placer, de la contemplación y de los sentidos. Un itinerario de sensualidad. Y parece fácil, y hasta oportuno, pensar que el artista no se sentiría incómodo con la cita.
A Rafael Navarro le habían interesado la arquitectura o las arquitecturas. Van y vienen por sus series, quizá no como un tema exento pero sí integrado en una idea de fondo, en el argumento general de las emociones. Hay varios ejemplos en su producción, quizá el más impresionante sea Dípticos. Dice: “Miro un edificio como miro un cuerpo desnudo y me enfrento a él del mismo modo: como un escultor de detalles. Si ante un cuerpo o la naturaleza domina la línea curva, en la arquitectura manda la línea recta”. Y dominan el azar, la concepción del espacio, la idea de la luz (que a veces se comporta como un puñal que acota la fragmentación y modula los volúmenes), la simultaneidad de planos, y manda, claro está, la descontextualización. O deslocalización o desubicación. A Navarro le preocupa más una porción del todo que el todo mismo: deben ser la sensibilidad y la imaginación del espectador quienes completen lo que ven. No tiene obsesión alguna porque se sepa que ha viajado ni que pasó horas y horas en el estudio de Joan Miró en Mallorca, encerrado con sus objetos, como quien participa de un ritual secreto con un fantasma, o en la casa, acaso hechizada, de Manuel Álvarez Bravo. En realidad, podría deducirse más bien que le interesan esos edificios que parecen apuntalar la modernidad de la arquitectura a través de binomios de expresión simbólica como orden y fantasía, hermosura y utilidad, ligereza y fuga, razón y teoría, geometría y silencio. “Jamás juego a los acertijos. No le propongo un jeroglífico a quien ve mis fotos. Ni tampoco un desafío. Prefiero que se enfrente a la obra a su capricho: que organice su propio discurso desde la visión, sin más. Mi intención es clara: jamás querría limitar el vuelo del espectador”, agrega.
“Mis fotografías son lecturas de lo que hay en la superficie”, dijo Richard Avedon, en un intento de negar la vida interior de los objetos y de los hombres probablemente. Rafael Navarro asegura que no propone una filosofía. O que si la hay, que esté implícita. Le importan el tiempo, la estructura, la geometría, cómo sale el azar al encuentro del ‘flaneur’ que es él tantas veces, la materia; le importa mirar para vivir y para ver de otro modo. O a su modo, con pureza de líneas y de lunas, con la miniatura del cristal. “No se puede enfatizar con más vehemencia que la luz reflejada es el sujeto del fotógrafo”, dijo Edward Weston, y este también es uno de los principios de Rafael Navarro, que se reconoce en el maestro norteamericano del desnudo, de los desiertos, de los inodoros y de la arquitectura. “La luz es el alma de la fotografía. Me gustan todas las luces. No vemos más que la luz”, apunta Rafael. El poeta Walt Whitman escribió: “Ahora te quito la venda de los ojos, tienes que acostumbrarte al resplandor de la luz y a cada momento de tu vida”.
El fotógrafo trabaja en varios asuntos a la vez. Acumula experiencia, sensaciones, se sitúa ante los objetos. Y cuando se decanta por algo, por ejemplo por la arquitectura (construcción, moles, edificios, esculturas gigantes para vivir y soñar, diseño y mobiliario urbano) lo aprovecha todo. Estudia la posición del fotógrafo, busca ángulos, elementos, ambientaciones, luces heridas; busca reflejos, contraluces, manchas de sombra, texturas y simetrías; como si fuera un músico que nutre de impresiones y palomas de tinta su partitura, él hace lo mismo. Sin pereza. Con una paciencia inefable. Quizá sepa lo que busca, quizá intuya que en esos movimientos de cámara y de cuerpo, en un escorzo, se le revelará una imagen tranquila inapelable. Despojada. Ese apetito de perfección, de orden acucioso, la armonía que se impone y se expande.
El trabajo Arquitecturas tiene su poética y un principio de coherencia. Rafael Navarro sigue fiel a su gusto por los ciclos naturales y ha seleccionado 28 fotos. Tomó muchas más, escogió bastantes, editó más de 50 y luego en ese diálogo consigo mismo optó por piezas que resumen su propia trayectoria y una buena parte de la historia de la fotografía. Como es sabido, Rafael Navarro es el artista de la belleza, de la exactitud y del sosiego. El artista del rigor extremado, de la pulcritud, de la luz no usada. El cuidado de la composición es algo intrínseco en él: a veces pugna contra su instinto natural hacia las formas rabiosamente perfectas, “sí, a veces restan frescura. Tiendo a ser peligrosamente ordenado, pero eso es así. Es como ser alto o bajo, tener los ojos claros u oscuros. Uno intenta cambiar, soltarse y soltar lastre, pero no siempre es fácil”, apostilla alguien que parece tenerlo todo planificado, incluso las promesas ocultas.
En este proyecto, Rafael Navarro se muestra tal como es. Hipersensible, refinado, explorador de tinieblas y de refugios, obsesivo y minucioso. Le interesan las alturas y la vida a ras de suelo, las cornisas, el llanto de años o siglos de la piedra; le interesan lo que se ve y lo que no puede ser entrevisto; los accidentes de construcción y las texturas, las formas aguzadas, casi agresivas, y los cielos, ya sean dramáticos o no. Y por supuesto el misterio de los rincones.
Como en toda la obra de Rafael Navarro hay un poso de melancolía seca. Exenta de acritud, pero acaso angustiosa o desoladora como un paisaje sin esperanza. Y a la par está todo lo demás: la sutileza, el contraste, el deslizamiento, la danza de la claridad y la noche, el amor a una forma de expresión que no oculta el influjo de la fotografía oriental, sobre todo la japonesa. Y están ahí, ante todo, la posesión de un oficio y la inspiración.
No es fácil saber si Rafael Navarro inicia una nueva ruta desde la plenitud, pero lo más seguro es que siga el polvo del camino y el rastro de los sueños, como le gusta hacerlo. Con implicación y con distancia. Con la resonancia de la Bauhaus y del racionalismo en el corazón. O con esa estética de la abstracción que, paradójicamente, se asienta en la realidad y sus laberintos. Los volúmenes son los que son, lo que muestran y también lo que esconden, elocuencia de encuadre, líneas en fuga, solitario espacio de ángeles cruzado por un brusco ademán de nubes. El fotógrafo intenta ser sincero con sus sentimientos y los integra en la gran espiral de la vida.
La caligrafía de la luz sobre el cuerpo
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Rafael Navarro es un fotógrafo que se ha hecho a sí mismo. Hubo un momento en que se percató de que el reportaje no era su camino, que palidecía de timidez ante la contundencia de la realidad, y decidió inventar una nueva: estableció una correspondencia entre lo que le palpitaba dentro, lo que le estremecía, y lo que detectaba fuera. Sometió esa realidad inventada al rigor de la belleza, a la caligrafía de la luz que en él es como un lápiz que levanta orografías, que esculpe montes, llanuras y vaguadas en cualquier objeto. En el paisaje presentido, en el cuerpo humano, en la piel vívida de una mujer tendida o desenvuelta en su hermosura.
El cuerpo femenino y su piel son una referencia permanente, es el objeto de deseo del hombre, del ojo y del objetivo. Durante treinta años, Rafael Navarro ha vuelto a él sin repetirse: se ha zambullido en la sangre invisible, en las membranas de la vida, en esa piel sacudida por el aire, por la mirada, por la desnudez rotunda, esa piel que rebosa texturas y suscita una atracción inevitable. Su grandeza entonces al elegir uno de los temas eternos de la fotografía, y de la pintura, es su punto de vista que se define por la elegancia, por la sinfonía de luz y de sombra que matiza la entrega, por la transparencia absoluta y por la composición. Rafael Navarro destaca no sólo por su técnica refinada, medida por intuición y oficio (el sistema de zonas lo lleva en el alma o en la retina, que es lo mismo), sino por la exactitud con que atrapa la beldad y, sobre todo, por la originalidad de transformar un cuerpo en un paisaje, en un río, en un latido de músculos con alma, en un temblor de misterio y sensualidad.
Ha convertido esas formas del cuerpo en una melodía de sensaciones, en un estudio y en una consumación, en una teoría combinatoria de secuencias, instantes, emociones y de imágenes para siempre que se transforman en planos y curvas, en promesas de paraíso, en amaneceres o crepúsculos que pugnan por vencer la irresistible fuerza del horizonte. Unas nalgas que asoman como erizados volcanes o un cuerpo desmayado, del que se levanta una mata de bosque en el centro del pubis, adquieren otra dimensión: la tersura de las estaciones, la tentación de la carne que es metáfora de la mirada, veneración y ascenso al placer.
El paisaje es otro de sus asideros. Se manifiesta de diferentes maneras. Tal vez una de las más felices sea esa película en imágenes que tanto le atrae al fotógrafo. Como si fuese un cineasta, un pintor como Brueghel el Viejo o un compositor de piezas fugaces pero intensas, Rafael Navarro construye historias, y las arma con detalles mínimos, con leves mudanzas de plano, de actitud de los objetos (el hombre/la mujer y la exuberante naturaleza) y con toda la fuerza de la luz. Un ejemplo entre muchos es El árbol de la libertad: el árbol y la vida, el árbol y el desnudo, el árbol y la mujer que se acerca, observa, llega y desaparece. Ahí retorna el artista esencial, el poeta de la contención, la paciencia del soñador secuencial: la sugerencia máxima con lo mínimo, el artista conceptual que propone mundos que están en él y en el campo, a vista de pájaro, a vista de águila que acecha.
Rafael Navarro es un artista clásico y moderno. Ha sabido armonizar sus dos o tres direcciones estéticas: la del observador de desnudos y paisajes y la del creador contemporáneo que investiga las formas y no teme a la abstracción ni a la geometría ni a la extremada delgadez del gesto. No las teme, no: las ensalza.